[Rosa Navarro Durán, "Introducción" a: Alfonso de Valdés, La vida de Lazarillo de Tormes, y de sus fortunas y adversidades, (Octaedro, 2003: 89-90)]
En La vida de Lazarillo de Tormes habla Lázaro, y él les da la palabra a menudo a los personajes de su mundo. Su lengua es una maravilla de naturalidad; no hay afectación alguna. El magnífico escritor se ha escondido tan bien en la voz de su personaje que el anonimato, fruto de las circunstancias que le tocó vivir, ha parecido siempre obligado por la verosimilitud de la obra. Parecía evidente que Lázaro era su autor; pero no es así. Alfonso de Valdés habla por boca de Lázaro, le hace vivir, ver y notar lo que él denuncia desde su pensamiento erasmista. Sólo que consigue darle su lengua, su registro lingüístico, el que todos entienden y el que todos admiramos: prodigio de expresividad, de concisión, de eficacia; con esas repeticiones de palabras, que le son tan propias o con coloquiales anacolutos, con un aparente y cuidado descuido, con una naturalidad espléndida.
La mutilación del texto impidió que nos diéramos cuenta de que sólo era el narrador y protagonista de la obra, no el autor de toda la obra. El Argumento que arrancaron nos lo hubiera dicho; pero los modelos que siguió su autor, las lecturas que le llevaron a imaginar esa espléndida invención proyectan su luz sobre el hueco, el folio que falta, y a la vez establecen los puentes necesarios entre sus tres obras. Alfonso de Valdés dio voz a su Lázaro de Tormes, ejemplo de naturalidad, para que contara el comportamiento de determinadas personas, pero no mirándolas desde lo alto, sino sufriendo sus golpes; ansiando, muerto de hambre, el pan de su arcaz cerrado; viéndolos hambrientos en su casa vacía y presumiendo en la calle, oyéndolos representar los milagros o sirviéndoles en la vida de tapadera honrosa de sus vicios. Era un personaje de comedia, pero actuó en el teatro del mundo con distintos registros.
Fue tal la autenticidad que Alfonso de Valdés dio a su voz que el mozo de muchos amos, Lázaro de Tormes, se convirtió en uno de los entes de ficción más "reales" que conocemos.
La vida de Lazarillo de Tormes de Alfonso de Valdés crece en hondura, en intención, en ironía; su autor no sólo fue el mejor prosista de la primera mitad del siglo XVI, sino un escritor inteligentísimo. Como él dijo, ahora "podría ser que alguno que lea [cosas tan señaladas, y por ventura nunca oídas ni vistas] halle algo que le agrade"; que a todos nos deleitan, está largamente probado.
La lectura que hizo Alfonso de Valdés de La Celestina dejó huella en sus dos Diálogos, pero mucho más en La vida de Lazarillo de Tormes. Su gusto por la tragicomedia le llevaría a seguir leyendo las obras que discurrieron por la misma senda: La comedia Thebaida, La comedia Serafina y el Retrato de la Lozana Andaluza. Precisamente esta última, que se publicó en Venecia en 1528, marca el final de la influencia de la literatura celestinesca en el relato de Lázaro. El saco es el fondo anunciado de esa Roma prostibularia, del que Francisco Delicado decidió salvar a sus personajes; el Arcediano del Viso consiguió escapar disfrazado de soldado y así pudo narrárselo como testigo a Lactancio en el Diálogo de las cosas acaecidas en Roma. Y esa Roma, de soldados mercenarios que viven de la guerra -no importa el bando- es la que pinta Bartolomé de Torres Naharro en su comedia Tinellaria. Alfonso de Valdés no sólo la leyó, como las demás comedias del extremeño, sino que su prosa, la de sus tres obras, da fe de ello.
Ir tirando de los sutiles hilos que enlazan los dos Diálogos y el Lazarillo a esas obras no sólo descubría los gustos de Alfonso de Valdés, sino que trababa con nudos cada vez más indisolubles la asombrosa autobiografía de Lázaro con los Diálogos del secretario del Emperador. Y al mismo tiempo le daba un marco literario en el que Lázaro adquiría sentido: podría haber sido un Pármeno adolescente, sólo que su creador decidió alejarlo del ámbito de Celestina y convertirlo en testigo y víctima de la actuación de una serie de personajes del ámbito eclesiástico y de un único cortesano. En vez de dar voz a las ánimas para que contaran su vida a seres literarios en un lugar literario, creó a un pobre muchacho y lo hizo vivir en un tiempo y en un espacio reales para que viera y notara en su propia carne cómo actuaban los ciegos rezadores crueles, los clérigos mezquinos, los hidalgos escuderos muertos de hambre que soñaban con ejercer vilmente el servicio a un señor, los frailes mercedarios con sus trotes, los bulderos estafadores que mostraban el vergonzoso negocio de las bulas, los capellanes explotadores, los arciprestes amancebados que buscaban una apariencia supuestamente digna para esta situación… La elección de los amos de Lázaro la hizo un erasmista convencido, además de un escritor genial. Por eso no les puso nombre, para que fueran más que personajes, representantes de un estado; uno de muchos. Sólo que su maestría literaria demostró que los hombres sin nombre pueden también ser inmortales.
La atmósfera del Lazarillo era la de la literatura celestinesca , pero su sátira era esencialmente ideológica; su calado era mucho más hondo. Tanto que se arrancaría el folio donde posiblemente figuraría su argumento para que no se viera que se ponía en la picota al sacramento de la confesión a través de esa maravillosa sutileza que consistía en dudar de que un arcipreste, un miembro más de la curia eclesiástica corrupta, pudiera guardar los secretos dichos en busca del perdón divino y acabaran éstos nada menos que en boca del pregonero de Toledo. Y antes además había dejado que su humilde personaje padeciera la mezquindad, la avaricia, la crueldad y otras cosillas de personajes de la iglesia. Y no había dejado pasar la ocasión de que fuera testigo privilegiado, con su inocente mirada, de los embustes de un buldero. Esas bulas se habían vendido tan mal, en otro lugar de la tierra literaria, que un ánima que subía a la barca de Carón se llevaba con ella sus plomos con la esperanza de venderlas en el infierno. No sólo son las obras literarias leídas por Alfonso de Valdés las que tienden los puentes entre sus Diálogos y su Lazarillo, los pone también su pensamiento.
En la exposición de las concordancias, de los motivos literarios comunes a las obras de Alfonso de Valdés y a las lecturas que hizo, a menudo aparecen repeticiones, porque los enlaces están también entre los libros leídos. Fernando de Rojas había leído a Plauto; y el autor de La Thebaida, que seguramente escribió también La Serafina, y Francisco Delicado habían leído cuidadosamente La Celestina. Y Torres Naharro, también lo hizo con gusto y admiración; pero a él le leyeron tanto el autor de La Thebaida como Francisco Delicado como el propio Valdés. Incluso a Lozana le gustaba mucho "la comedia Tinalaria", y "las coplas de Fajardo", que debió de leer Alfonso de Valdés porque sus obras indican la lectura de poemas del Cancionero de obras de burlas. Juan de Valdés me guió al comienzo con sus juicios literarios del Diálogo de la lengua; luego substituyó al escritor -como a Virgilio- la obra literaria -otra Beatriz-. El entramado descubierto es realmente apasionante; es la estofa de un género literario que nace con La Celestina, que, proteico, adopta muchas formas, y una de ellas es uno de los pilares de la novela moderna: La vida de Lazarillo de Tormes. Desvelándolo no pretendo tanto señalar unas fuentes como convertirlas en pruebas de que su autor sólo pudo ser Alfonso de Valdés.
Erasmo se dio perfecta cuenta de que la ficción no podía nutrirse sólo de los disparates fabulosos que enloquecieron y alumbraron a nuestro genial don Quijote, fábulas "propias para ser recitadas por viejas por engañar el sueño al amor de la lumbre". Y, como sabía también que nuestro estilo se moldea con lo que leemos, recomienda al príncipe niño "la lectura de comedias"; su admirado Terencio tiene un estilo muy cercano al habla corriente y en sus obras se imita el vivir cotidiano; o como dice Cicerón -y recuerda en el Proemio de la Propalladia Torres Naharro-, la comedia es imitatio vitae, speculum consuetudinis, imago veritatis. Este era el nuevo ideario estético que defendía Erasmo --y sus Coloquios lo muestran-, y éste era el nuevo y revolucionario camino que emprendía la literatura renacentista en España con La Celestina como norte; "ningún libro hay escrito en castellano donde la lengua esté más natural, más propia ni más elegante", como dice Juan de Valdés. El estilo de Torres Naharro era también para él "muy llano y sin afectación ninguna". Su hermano Alfonso consiguió una cumbre superior de naturalidad, de elegancia, de imitación de la vida, de espejo de las costumbres, de imagen de la verdad. Hizo lo que le dijo Celestina a Sempronio: "Abrevia y ven al hecho, que vanamente se dice por muchas palabras lo que por pocas se puede entender", I, 51. Sólo que debajo del sayal, hay ál: la finísima sátira erasmista de la práctica de una religiosidad externa y de los ministros corruptos de la Iglesia, sin caridad alguna. Esta vez no se oía a las ánimas condenadas por su avaricia, ambición, hipocresía, contando su vida antes de subirse a la barca de Carón; sino al pobre Lázaro, uno de sus humildes criados, que hablaba de la experiencia vivida con esos personajes; lo que había visto y sufrido, ahora lo contaba.
Escogió Alfonso de Valdés el género cómico, como decía Erasmo, para pintar la vida cotidiana, para ofrecer un espejo de lo que pasaba en la calle. Su personaje, el niño, el adolescente Lázaro, sufría calabazadas, jarrazos, garrotazos; salía de ellos con la cara rota, sin dientes, descalabrado; tenía que pensar las mil artes para poder comer, pero, aparentemente indemne, iba subiendo escalones hacia la cumbre de toda su buena fortuna; se vestía de viejo para aparentar ser hombre de bien y conseguía, por fin, un oficio real gracias a múltiples recomendaciones: era pregonero. Incluso se asentaba, se casaba con la criada del arcipreste de San Salvador, cuyos vinos pregonaba. Sólo que, al pregonar los vinos del Arcipreste, se le abre el camino para vender vinagre. […] Ella le pregunta por "el caso", y él le da entera noticia de su persona: es La vida de Lazarillo de Tormes, la más aguda sátira erasmista nunca vista ni oída, en clave cómica para que divierta. Lo curioso es que la verdad se rebeló y dejó ver al lector los ojos del muchacho y sus golpes y su hambre, y se inició otro camino en la literatura universal. Porque, como dijo fray Antonio de Guevara, "sobre todas las cosas el tiempo tiene señorío si no es sobre la verdad, la cual a ninguno reconoce subjeción".
Alfonso de Valdés tenía otra devoción absoluta, además de su admirado Erasmo, su señor, el emperador Carlos V. Esa es la razón de que la vida de Lázaro esté flanqueada por dos hechos históricos: la derrota de las tropas de Fernando el Católico, la batalla de Gelves, en 1510, donde muere su padre; y la entrada en Toledo del victorioso Emperador, en 1525. También el rey Fernando, tan admirado en la Corte, tuvo fracasos en su lucha contra los moros, y Gelves lo indica. Carlos V, en cambio, consigue la mayor victoria que podía imaginarse al vencer y encarcelar sus tropas en Pavía a Francisco I, el rey de Francia. Es una victoria que parece providencial porque así el Emperador podrá dedicarse a su lucha contra turcos y moros para conseguir ese único rebaño con un único pastor del que hablaba Cristo. También en 1525, Carlos V entra por primera vez en Toledo, la ciudad de la resistencia comunera. Acuden a la ciudad tantos embajadores que "nunca antes se vieron en estos reinos tantos embajadores como este año", como dice Francesillo de Zúñiga. Y el Emperador anuncia sus esponsales con Isabel de Portugal, una elección feliz ecónomica, política y personalmente, como sabía muy bien Alfonso de Valdés. Este es el marco histórico que elige para su Lazarillo.
Ideología y política en el relato de Lázaro: la de su autor; pero el arte literario de Alfonso de Valdés le llevó a crear un asombroso y entrañable personaje, su Lázaro de Tormes, que vivió entre personas sin nombre, el ciego, el clérigo, el escudero, el buldero, el arcipreste de San Salvador…, y los hizo inmortales; que sufrió burlas que tenían estofa cómica y las convirtió en vivencias dolorosas para el lector, que se pone en su piel. Su lengua, prodigio de naturalidad, de expresividad, de "verdad", ha asimilado tan maravillosamente toda la carga literaria que tenía, todas las lecturas que su autor puso en ella, que aparentemente no le ha quedado rastro alguno; las ha hecho invisibles.
Alfonso de Valdés, el tiempo que le sobraba después de haber cumplido con lo que a su oficio era obligado, lo empleó en leer buenos libros y en escribir, después de sus dos Diálogos, La vida de Lazarillo de Tormes. Como le dijo Erasmo, en carta del 29 de agosto de 1531: Habes tu quidem in te quo nomen tuum consecres immortalitati, nec eximia virtus moratur hominum laudem. Que así sea.