Diálogo de Mercurio y Carón.
Edición de Rosa Navarro, Madrid, Cátedra, 1999.
Alfonso de Valdés escribiría su segunda obra entre 1528 y 1529; está dividida, como el anterior Diálogo, en dos partes, que redactaría en tiempos distintos porque el prólogo sólo conviene a la primera. Los dos Diálogos se imprimirían juntos en Italia, después de la muerte del escritor –el 6 de octubre 1532–, en una edición clandestina: no figura en ella ni fecha ni lugar ni imprenta. Poco después se traducirían al italiano; es muy posible que la imprenta fuera la veneciana de los Brucioli (se cree que fue Antonio Brucioli el traductor de las obras). Los dos Diálogos se atribuyeron a su hermano Juan (autor del Diálogo de la lengua, que también nos ha llegado falto de dos folios). A fines del siglo XIX se le devolvió a Alfonso la autoría del Diálogo de las cosas acaecidas en Roma (del que habla él en su correspondencia y que es el asunto de la carta feroz que le escribe el nuncio del Papa, Baltasar Castiglione). Marcel Bataillon le restituyó en 1925 su segunda obra; se nos conserva una censura inquisitorial del Mercurio y Carón, fechada en marzo de 1531: el Dr. Vélez le quitó a su hermano, el canónigo Diego de Valdés, el texto manuscrito y dice claramente en su censura: "compuso este libro su hermano Alonso de Valdés, secretario de su Majestad para las cosas de latín". Hasta el comienzo del siglo XXI no se le ha devuelto su tercera obra: La vida de Lazarillo de Tormes.
Escribe su segundo diálogo en defensa de la política imperial y para exponer la vivencia erasmista de la religión. "La causa principal que me movió a escribir este diálogo fue deseo de manifestar la justicia del Emperador y la iniquidad de aquellos que lo desafiaron" dice al comienzo de su prólogo. En la primera parte va a contar "lo que ha acaecido en la guerra desde el año de mil y quinientos y veinte y uno hasta los desafíos de los reyes de Francia e Inglaterra hechos al Emperador en el año de 1528"; porque para narrar los desafíos, Mercurio le dice a Carón que "de muy lejos quiero comenzar", p. 92. En la segunda, contará cómo el rey de Francia ha rehusado el combate; pero también se remontará a hechos anteriores porque Carón le dice: "Quiero que me cuentes desde el principio lo que entre aquel Emperador y el rey de Francia sobre este su desafío ha pasado, y cómo rehusó el combate", p. 210.
Alfonso de Valdés tiene conciencia ya de escritor y se preocupa por el gusto del lector, de tal forma que lo hace "en estilo que de todo género de hombres fuese con sabor leído". Para ello recurre a una invención, "introducir a Carón, barquero del infierno, que estando muy triste porque había oído decir ser ya hecha la paz entre el Emperador y el rey de Francia, de que a él venía mucha pérdida, viene Mercurio a pedirle albricias por los desafíos que el rey de Francia y el rey de Inglaterra hicieron al Emperador. Por ser la materia en sí desabrida, mientra le cuenta Mercurio las diferencias de estos príncipes, vienen a pasar ciertas ánimas, que con algunas gracias y buena doctrina interrumpen la historia", p. 73. Esas ánimas forman un desfile de personajes sin nombre que pertenecen a dos ámbitos, el cortesano y el eclesiástico; es semejante al que forman los amos de Lázaro. Con espléndida ironía Alfonso de Valdés hace que cuenten su vida ante el barquero y el dios.
El ánima de uno de los principales del Consejo de un rey muy poderoso les dice que "procuraba de andar siempre a su voluntad y nunca decirle cosa que le pesase. Si él decía algo en Consejo, aunque fuese muy malo, decía yo que era lo mejor del mundo", p. 107. Y de modo semejante, el mal rey de los gálatos les cuenta cómo sólo quería escuchar a los malos consejeros porque "nunca me decían cosa que me pesase, mas todo lo que hacía, aunque fuese lo peor del mundo, lo aprobaban ellos por muy bueno", p. 153. No hay más que recordar las palabras del escudero sobre cómo desempeñaría su oficio si encontrase a un señor a quien servir para ver que son también parecidas: "Por Dios, si con él topase, muy gran su privado pienso que fuese, y que mil servicios le hiciese, porque yo sabría mentirle tan bien como otro y agradarle a las mil maravillas. Reírle hía mucho sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores del mundo; nunca decirle cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese", p. 122.
En el desfile de las ánimas de los miembros de la iglesia (un predicador, una monja, un obispo, un cardenal, un sacerdote, un teólogo), se destaca la del obispo, clérigo amancebado (como el confesor del Emperador, el obispo de Osma, gran enemigo de Alfonso de Valdés), que recomienda a Carón a la bella Lucrecia, porque la tenía "para su recreación" y teme que se suicide al saber su muerte; el socarrón barquero le consuela con un "¡Calla ya; que no le faltará otro obispo!", p. 129. La sátira erasmista se une a la ironía desmitificadora de Luciano y a la mordaz y aguda crítica antieclesiástica de Pontano, que exhibe en el desfile de las sombras en su Charon, modelos que proclama Alfonso de Valdés en el prólogo: "Si la invención y doctrina es buena, dense las gracias a Luciano, Pontano y Erasmo, cuyas obras en esto habemos imitado", p. 74.
En la segunda parte del Diálogo mantiene el esquema: la información política estará en boca del enterado dios Mercurio, que es testigo de vista (como lo será Lázaro) y cuenta; el desfile de ánimas sigue siendo de cortesanos y eclesiásticos; sólo que el relato de su vida es el reverso de las de la primera parte: todas se salvan porque viven una religiosidad interior, erasmista. Las concordancias con pasajes del Lazarillo siguen siendo manifiestas; por ejemplo, el buen obispo dice: "Procuré que se quitasen los vagabundos, especialmente los que andaban pidiendo por Dios podiendo trabajar; tove manera que cada pueblo mantuviese ordinariamente sus pobres, no dejándolos andar por las iglesias ni por las calles; y que a los extranjeros diesen de comer en cada lugar por tres días y no más, echándolos al tercero día fuera, si no estuviesen notablemente enfermos", p. 244. Se dibuja el pasaje del tratado tercero del Lazarillo: "Y fue, como el año en esta tierra fuese estéril de pan, acordaron el Ayuntamiento que todos los pobres extranjeros se fuesen de la ciudad, con pregón que el que de allí adelante topasen fuese punido con azotes. Y así, ejecutando la ley, desde a cuatro días que el pregón se dio, vi llevar una procesión de pobres azotando por las Cuatro Calles", p. 117.
Las concordancias léxicas son también muy numerosas entre las dos obras: desde el uso del raro "contraminar" ("Y dime tan buena maña, contraminando sus vicios con virtudes", Mercurio y Carón, p. 275; "…si con mi sotileza y buenas mañas no me supiera remediar, muchas veces me finara de hambre. Mas, con todo su saber y aviso, le contraminaba de tal suerte que…", Lazarillo, p. 79), a muletillas como "a mi ver", "por cierto", "por ventura", "o por mejor decir", "lo mejor que supe", etc.
Asimismo, es importante destacar las siguientes:
-en el Mercurio y Carón: "¿Qué remedios hallabas contra las malas lenguas?", p. 189; "Mas malas lenguas, que nunca faltaron ni faltarán", en el Lazarillo, p. 136;
-"Y llamada mi mujer aparte, le encomendé mucho mis hijos", Mercurio y Carón, p. 191; "...me pidió a mi madre, y ella me encomendó a él", en el Lazarillo, p. 77;
-"Yo le satisfice lo mejor que supe", Mercurio y Carón, p. 191; "yo le satisfice de mi persona lo mejor que mentir supe", en el Lazarillo, p. 106;
-"Por cierto, aunque santa, trabajosa vida tenías", "Ánima: ¿Cómo trabajosa?", "o toviese muy trabajosa vida con él", Mercurio y Carón, pp. 245 y 274; "cuán poco turan los placeres de esta nuestra trabajosa vida", en el Lazarillo, p. 97;
-"Oh qué vida tan trabajada", Mercurio y Carón, p. 213; "en aquella trabajada y vergonzosa vivienda" [vivienda: modo de vivir], en el Lazarillo, p. 117;
-"y si ellos perdían, pagaban, y si yo, ni ellos me lo osaban pedir ni yo me comedía a pagarlo", Mercurio y Carón, p. 164; "si acababa antes que yo, se comediría a ayudarme a lo que me quedase", "Pensaba si sería bien comedirme a convidarle", "No fuera malo comedirse él alguna [vez]", en el Lazarillo, pp. 108, 114 y 120.
Rosa Navarro Durán