Javier Fresán, "Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo", Aula de verano "Ortega y Gasset". UIMP y Ministerio de Educación y Ciencia, Santander, septiembre de 2005.
Javier Fresán
La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades nos llega por primera vez en 1554, año en que aparecen publicadas cuatro ediciones distintas, todas ellas sin el nombre de su autor. Teniendo en cuenta que en los actuales mentideros no suele resultar difícil adivinar al artífice de alguna glosa satírica o a quien se esconde tras las incógnitas de uno de nuestros diaristas más famosos, cuesta trabajo creer que el nombre de quien dio voz a Lázaro permaneciese del todo oculto en un mundo literario mucho más reducido. Pero tampoco era para menos: el retrato de los amos eclesiásticos y una sátira tan feroz como la del buldero no pasaron desapercibidas, y ya en 1559 el Lazarillo se encontraba en el índice inquisitorial de libros prohibidos. Murió, pues, el reducido círculo que tuvo noticia de quién lo había escrito; y no tardarían, en lógica correspondencia a la importancia e impacto del texto, en producirse las primeras atribuciones: en 1605, suena el nombre de fray Juan de Ortega; en 1607, el Catalogus Hispaniae scriptorum atribuye la obra a Diego Hurtado de Mendoza, nombre recogido por varios bibliógrafos y apoyado hasta la fecha; más adelante, sería Sebastián de Horozco. De esta forma, va ampliándose poco a poco el juego de atribuciones hasta dar con una vasta lista de candidatos, algunos probables, otros disparatados.
Hace algo más de dos años, la catedrática de literatura de la Universidad de Barcelona Rosa Navarro publicaba dos artículos en Ínsula —«De cómo Lázaro tal vez no escribió el prólogo a su obra» y «Sobre la fecha y el autor de La vida de Lazarillo de Tormes»—, germen de un deslumbrante ensayo que daría a las planchas unos meses después, bajo el título de Alfonso de Valdés, autor del Lazarillo de Tormes. En él, sirviéndose de un impecable razonamiento, descubría en Alfonso la mano anónima que dio vida a Lázaro de Tormes. Al año siguiente, la segunda edición incluía una adenda de casi ochenta páginas con «nuevos datos para certificar los pasados». Y así hasta ahora, día en que la investigación continúa, y también la divulgación de los resultados obtenidos, porque Rosa Navarro, como los buenos filósofos, siempre ha sabido combinar el silencio de la biblioteca con el murmullo de la plaza pública. Me atrevería a sostener que nos encontramos ante el primer estudio riguroso sobre el tema, en vista de que algunas de las atribuciones anteriores se justificaban únicamente por la posesión de un borrador «de su propia mano escrito» o con razones no mucho más convincentes.
Alfonso de Valdés nació, quizá, en Cuenca hacia 1490. Su biografía, como la de Cervantes, nada en «la bruma de las hipótesis». Llegará a ser secretario de cartas latinas del emperador Carlos V y uno de los principales valedores de Erasmo en España, con el que se cartea, además del mejor prosista de la primera mitad del XVI. Pese a ello, decir que fue un perdedor no seria hacer un ejercicio de mala literatura. Vivió a la sombra de su hermano gemelo Juan, autor del Diálogo de la lengua, al que aventajaba en saber, estilo y lecturas. A él fueron atribuidos sus dos diálogos: el de las cosas acaecidas en Roma, que parte del saco de las tropas de Carlos V a la ciudad en 1527; y el de Mercurio y Carón. El primero le fue devuelto por las referencias que a él contenía su correspondencia y, sobre todo, por las ataques del nuncio papal Baltasar Castiglione. Habría que esperar ¡hasta 1925! para que el eximio hispanista Marcel Bataillon reconociera como alfonsí el segundo, aunque ambas obras se habían publicado siempre juntas. El último documento que Valdés firma en España data de 1529 y luego recorre Europa —Piacenza, Bolonia, Trento, Augsburgo, Bruselas, Gante...—, hasta morir de peste en Viena el seis de octubre de 1532, sin haber visto impresas ninguna de sus obras.
Lo apasionante del estudio de la profesora Navarro, que tiene mucho de detectivesco, es que no se reduce a la simple atribución del Lazarillo a Alfonso de Valdés, sino que propone, sin textos nuevos, una lectura completamente distinta y mucho más divertida, si cabe, de una obra en la que algunos todavía siguen viendo una colección de cuentecillos graciosamente hilvanados. Lo dice en el prólogo: «voy a leer textos conocidos para poner de relieve la tela de araña que los une y que con hilo casi invisible va perfilando de manera nitidísima e incontestable —creo— la autoría de Alfonso de Valdés».
La clave inicial de la nueva lectura que nos conduce a Alfonso de Valdés es el prólogo del Lazarillo, que no debería incluir el párrafo que comienza con las palabras «Suplico a Vuestra Merced». La explicación no arroja dudas: en esa primera página quien habla es el autor, Alfonso de Valdés, que, sirviéndose de dos de los tópicos prescritos para los exordios por la retórica, y luego ridiculizados por Cervantes, —prometer sucesos excepcionales al lector y citar a los clásicos—, desea traer a noticia de muchos «cosas tan señaladas y por ventura nunca oídas» y da muestras de su conocimiento de Plinio y Cicerón, a la par que añade una referencia al «grosero estilo» en que está escrita la declaración de Lázaro. Huelga decir que imaginar en boca del protagonista frases como la de que «no hay libro, por malo que sea, que no tenga algo bueno» no sólo es del todo inverosímil, sino que resta encanto al relato y fuerza a la crítica en él contenida: Lázaro ni siquiera sabría escribir, como ya subrayó Claudio Guillén. A esto hay que añadir la apelación y el cambio de tema —comienza a hablarse del «caso», núcleo vertebrador del texto estudiado por Rico— propios del último párrafo, y el hecho de que el anterior no termina casualmente con «y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades», que da unidad al título y al prólogo; luego es evidente que esas pocas líneas están descolocadas.
¿Cuál es el motivo del desorden? Como hemos señalado, en 1554 aparecen cuatro ediciones del Lazarillo en España (Burgos, Medina del Campo, Alcalá de Henares, Amberes), con varias diferencias entre ellas, de las cuales la más notable es la interpolación de pasajes en los tratados primero, quinto y séptimo de la de Alcalá. Esto pondría de manifiesto la existencia de, como mínimo, una edición anterior, ya que en tan corto espacio de tiempo sólo un libro matriz explica el fenómeno. Pues bien, a un ejemplar de esa edición, quizá impreso en Italia, que nos aparece ya como una suerte de eslabón perdido, se le habría arrancado el folio intermedio entre la última frase del prólogo y el «Suplico a vuestra merced» y así habría llegado a España, considerando el primer impresor español que el relato había de comenzar con la presentación del personaje. Con acierto, demuestra Rosa Navarro que fue también él quien añadió el epígrafe del tratado primero («Cuenta Lázaro su vida y cúyo hijo fue»), que no recoge de forma completa el contenido del mismo ni sigue el esquema de los demás.
Ahora, el curso natural del razonamiento lleva irremediablemente a la pregunta de qué contenía ese folio y, algo más fácil de responder, por qué tuvo que ser mutilada la obra. Tal y como era costumbre en la época —sirvan de ejemplo La Celestina, las obras de Bocaccio o el propio Diálogo de las cosas acaecidas en Roma—, al prólogo del Lazarillo sucedería una página donde quedaba especificado el argumento de la obra, cerrando seguramente las puertas a interpretaciones libres. Sin embargo, mientras el argumento del diálogo al que hemos aludido, cuya frase clave dice: «En la primera parte muestra Latancio cómo el Emperador ninguna culpa en ello tiene y en la segunda parte cómo todo lo ha permitido Dios por el bien de la cristiandad», no revela nada que del texto no pueda desprenderse de forma más o menos directa; la página del Lazarillo habría obligado, por lo explícito de su planteamiento, a decidir entre la conservación del texto primigenio o la supervivencia de la obra. Por suerte, la balanza se inclinó hacia lo segundo.
Llegado este punto, el gran acierto el estudio de Rosa Navarro es reconstruir el argumento perdido, de cuyas huellas da buena cuenta el texto, en lo que constituye verdaderamente una «nueva lectura del Lazarillo», por tomar el título de García de la Concha. En primer lugar, el texto se nos presenta en forma de declaración de Lázaro a un escribano ante la solicitud de información de «Vuestra Merced» («escribe se le escriba»), y es en la identidad de este personaje donde se encuentra la clave de interpretación. Vuestra Merced, tratamiento de cortesía hoy en desuso del que deriva nuestro usted, no sería un hombre, sino una dama, tal y como indica el empleo del pronombre «ella» en la frase «Hablando con reverencia de Vuestra Merced porque está ella delante» (tratado séptimo), donde Lázaro se disculpa por una alusión al acto de parir, que sólo a una dama hubiese podido molestar. Revelador es, sin duda, que Quevedo, cuyo Buscón es heredero del Lazarillo, comenzase su texto con las palabras «Yo, señora, soy de Segovia», y en los manuscritos S y C antepusiera una declaración de intenciones similar a la de Lázaro. Además, ese «está ella delante», por su evidencia, no puede destinarse a una persona presente a nuestro lado, sino que apoya la idea de la declaración a un escribano que luego se la leerá a «Vuestra Merced».
A partir de ahí, teniendo como horizonte la obra erasmista, se nos esboza una dama que se confiesa con el Arcipreste de San Salvador y, habiendo oído rumores acerca de las relaciones que mantiene con la mujer de Lázaro, resta confianza a un cura amancebado. No olvidemos que el Arcipreste tiene viñedos y Lázaro es su pregonero: tal vez un día bebiendo más de la cuenta, el Arcipreste confiara en la cama a su manceba algún secreto de confesión, y ésta a su marido, hasta acabar siendo de dominio público; una sátira que echa por tierra la afirmación del gran Marcel Bataillon de que «el Lazarillo no fue concebido por una cabeza erasmista», porque la marca del Coloquio de los religiosos es evidente.
Con lo dicho hasta la fecha, el nombre de Alfonso de Valdés va ganando puntos y simpatías, al menos en mi caso, pero más que la atribución unívoca —con esos mismas premisas, tampoco muchos, pero sí algún otro pudiera haberlo escrito— lo interesante es la nueva lectura. Consciente de ello, con la scholarship —erudición de la buena— que la caracteriza, Rosa Navarro da una clase magistral de literatura comparada y reconstruye la biblioteca de Alfonso de Valdés, que todo lo aprendió en los libros, trazando fuertes redes temáticas, estilísticas y de concordancia léxica entre las tres obras que escribió. Por ejemplo, que los amos eclesiásticos y cortesanos no tengan nombre propio, sino sean nombrados por un genérico (clérigo, escudero, fraile, buldero, capellán) no responde en absoluto a un capricho del autor, sino que enfatiza una denuncia colectiva y liga el Lazarillo al Diálogo de Mercurio y Carón, donde esos mismos personajes desfilan, igualmente innombrados, ante los ojos del dios y el barquero. Y los peligros de un arcipreste que no guarda el secreto de confesión nos llevan a una novella de Masuccio Salernitano leída por Alfonso de Valdés.
A estas alturas, sólo el obstáculo de la cronología parece separarnos de Valdés. Como hemos dicho, el autor del Lazarillo muere en 1532 y la fecha de escritura de la obra se había supuesto siempre posterior. Tenemos la ventaja, sin embargo, de encontrarnos ante un texto situado en un tiempo histórico, que se abre con una referencia a la expedición de los Gelves y se cierra, una vez abordado el «caso», diciendo: «Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso emperador en esta insigne ciudad de Toledo entró y tuvo en ella cortes». Carlos V celebra dos veces Cortes en Toledo, en 1525 y en 1538, pero Valdés sólo puede referirse a las primeras, no sólo por desconocimiento de las segundas, sino porque lo que se acentúa es la entrada victoriosa en Toledo y no la celebración de la asamblea. Recordemos que Toledo había sido el último reducto de la revuelta de los comuneros y el empleo del adjetivo resulta claro. Por tanto, la declaración termina en 1525, pero el hecho de la entrada del Emperador tampoco es lo suficientemente relevante como para perdurar en la memoria muchos años: es más que posible que en una década el recuerdo de este hecho menor se hubiese borrado. Por otra parte, el Lazarillo tiene marcas de lectura tanto de La Lozana Andaluza de Francisco Delicado como del Relox de príncipes de Antonio de Guevara, ambas obras de 1529. Tenemos, pues, dos límites temporales en los que todo encaja: nuestro autor habría escrito el Lazarillo entre finales de ese mismo año y 1532, lo cual da margen a la existencia de otras ediciones hoy perdidas.
Alfonso de Valdés escribió, por tanto, La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, y no podemos sino agradecer a la profesora Navarro su rescate del olvido mediante una lectura que hasta el momento ha sido atacada en muchos círculos inmovilistas y no del todo difundida en otros, pero en ningún caso contestada, si por ello entendemos no el insulto, sino la contrargumentación. Los antiguos latinos, con Horacio a la cabeza, imaginaron la transmisión del saber entre las generaciones sucesivas como una larga hilera de hombres de la mano a la que dieron en llamar «aurea catena». En principio destinada a expandirse linealmente, pronto pudo comprobarse lo fácil que era que algunos eslabones se quedaran por el camino, como ocurre en el otoño de la Edad Media, donde solo pervive como un leve hilo de Ariadna en los scriptoria de algunos monasterios. Tras casi cinco siglos, Rosa Navarro cierra de nuevo la cadena con un ensayo de lectura obligada, o mejor, imprescindible, para todo aquel que entienda la filología como amor a la palabra y búsqueda platónica de una verdad lo más definitiva posible. Léanlo.